Mi vecino El espía es un tipo peculiar. Así lo llama todo el mundo, por su manera de hacer y decir, maneras en general, aquello que hace y dice, pero sobretodo el cómo...
Es un hombre quieto, no recuerdo haberlo visto nunca en movimiento, a El espía en acción. Está en los sitios, no va, viene o se dirige a ningún lugar, simplemente está... Introduces monedas en el parquímetro y... "Sólo falta que nos cobren por respirar", oyes su aliento detrás tuyo... Regresas al coche a poner el maldito tíquet y ahí sigue, "desde luego...", para acabar la frase.
Unos 66 años, apenas metro 60, barriga envidiable, perfectamente esférica, gafas rectangulares, calvo por el centro, moreno por todos lados. Niquelado incluso informal, de hecho siempre viste informal, ahora que lo pienso, incluso cuando va a coger caracoles; y cuando regresa. Con cierto aire señorial, como un colono de forma innata, quiero decir, incluso sin sombrero y traje blanco. Prefiere una gorra de chulapón, que por su tamaño en relación a la cabeza parece que le haya caído desde un balcón.
Su manera de vestir es impecable, aunque... yo diría que un poco amanerada. Afeminada, pero macho como es él. Sin mariconadas que diría él mismo (después de partirme la nariz con el mechero caso de insinuarlo). Pullovers con cuello de pico rojo o pistacho, camisas azul hospital o rosa bebé, sin una sola mancha ni arruga. Y bermudas seis meses, con aquellas zapatillas de tela blanca y poca suela, chinas creo se llaman, que solían llevar los niños bien en verano (ahora mocasines); convertido en uno de aquellos maridos que resultan ser experimentos visuales y andantes de sus mujeres. Aunque de mujer, la verdad, no he visto ninguna. Y no sé por qué creo no la hay.
De hecho tiene un coche de chica, como mi Nissan Juke. Un Mini blanco con el techo negro, impoluto, impecable, y que observa detenidamente durante horas. Ahí plantado con su inevitable bolsa blanca de plástico anudada llevando misteriosas y pequeñas cosas; quieto, fumando un caliqueño siempre a medias; esperando a poder decir "oiga, no se moleste usted pero está reclinado sobre MI coche"... Como el mío, su salpicadero está lleno de tíquets perfectamente ordenados cronológicamente; si bien los míos nunca llegan a la hora límite, los suyos siempre se ajustan al minuto a la hora máxima: las 14.00h. Las 20.00h. Sin duda un hombre metódico. "Ya tiene usted otra multa don Alfredo" me informó el otro día. Y observador.
Un vecino ideal, digamos, no como el que me ha reventado varias siestas últimamente con José Luís Perales. Grandes éxitos. Todos. Repeat. En bucle. A tope. Ideal hasta que camino del Plus a por minicornetes de vainilla y ositos Haribo descubres a El espía sentado en su Mini, aparcado, cuatro ventanas bajadas de las que emerge humo cada diez segundos. Reclinado hacia atrás escuchando "Y cómo es él" 17 veces seguidas.
Volumen brutal.
Resulta extraño que, siendo tan precavido, discreto y próximo en las distancias cortas -tanto personal: entrañable lo es un rato, como físicamente: invadiendo tu espacio vital-, utilice el móvil a distancia; quiero decir, alejado del auricular y el altavoz, cogiendo el aparato tal que una tacita de cafè. Al acabar la conversación, cierra la tapa -porque su móvil tiene tapa- y rastrea visualmente a ambos lados sin mover la cabeza. Los lados le miran con curiosidad. Menudo carácter.
Juraría que es un hombre por el que la tecnología no siente simpatía alguna, o directamente le tiene manía... No os extrañe que un día suene la conversación de alguna escucha por los altavoces del Carrer Major, entre agonizantes chirridos de router 56k; o que un inhibidor de frecuencias comprado en La tienda del espía acabe dejando sin luz e Internet a medio barrio...
Por todo esto y más, mi vecino es conocido como El espía.
Si supiesen que realmente ES espía -uno dispone de información privilegiada- tal vez no bromearían tanto. De hecho conocí antes su actual ocupación -detective, así reza la etiqueta de su buzón, bajo el anónimo acrónimo de sus iniciales- que su pseudónimo. Y hace poco la anterior: camarero.
¿Cómo llega un camarero de sala de toda la vida a espía? te estarás preguntando... Pues puestos a suponer, nada más lógico... Los camareros lo saben todo de cada uno, de todos y cada uno. Y de todo también. Discreta y detalladamente. Y la pensión tal vez no debía dar para mucho al llegar a la jubilación. Quién sabe, tal vez se inició en el espionaje a raíz de alguna infidelidad sufrida en sus propias carnes, puestos a suponer (a José Luís Perales me remito), aunque nunca se sabe, tratándose de El espía... Un halo de faria, bronquina, after-shave, colonia Nenuco y misterio envuelve todo lo que rodea a nuestro estimado vecino.
De ahí tal vez, su antigua profesión, además de algunos achaques de los cuales he sido convenientemente informado (y cuasi obligado a comprobar in situ, "toquetoque usted toque otra vez"), tal vez provenga su curiosidad a la par que sentido común; esa amabilidad exquisita, "¿un chorrito de Terry en el café, caballero?"; pero hasta cierto punto, "¿no cree que ha bebido suficiente el señor?; o cuando las personas son gente. Lidiar con ella a diario, en grupo, de fiesta o celebración, comiendo y en estado de ebriedad (y tú no), necesariamente conlleva consecuencias.
La gente, nxts. La gente trae consecuencias, cuidado ahí con eso.
Las de [i]El espía al menos ya las conocemos. O las conozco, y ahora tú también. De la misma forma que Dios es todopoderoso dado no tiene ni la necesidad de existir; en tanto que el mejor truco del diablo consiste en hacernos creer que no existe, no se me ocurre mejor disfraz de espía que parecerlo tópicamente. Y en eso no hay quién gane a El espía, el verdadero True detective.