Tomás era un sentimental. Todo corazón, y alguna que otra glándula. Lloraba de emoción en las películas de vaqueros, cuando mataban al indio o cortaban la cabellera a los federales. En los seriales de tarde, cuando alguien era abandonado; también cuando se reconciliaban en el capítulo siguiente. Si nadie recordaba su cumpleaños o le preparaban una fantástica fiesta sorpresa... No me lo merezco, decía en ambos casos, se sorbía los mocos y suspiraba bien fuerte. Y lloraba y lloraba como en un interminable bolero. En las bodas y en los funerales... Cuando marcaba su equipo o le pitaban un penalty en contra, cuando le llevaban la contraria o le daban la razón, de alegría o tristeza daba igual, la vida de Tomás era un valle de lágrimas. Murió ahogado de un infarto, pues no supo hacerlo de otra manera. Y nadie le lloró, para hacerlo aún más triste. ¡Tú!... Los maestros se empeñaban en hacerle, cuando todos escondían las manos bajo los pupitres, aquellas preguntas qua nadie de la clase sabía. Si alguien tenía que salir a la pizarra, entre las burlas y el jolgorio de sus compañeros él tenía todos los números de la lotería. Era siempre él, el escogido para ir a buscar más tiza, recoger todo cuanto caía, borrar lo que no debería haberse escrito. Quedarse un rato más, a pagar las culpas ajenas no confesadas. Si alguna vez había que dar ejemplo a toda la clase, era su mano la que temblaba extendida, su trasero el que acababa morado, una oreja suya, la que pendía más grande y colorada que la otra. Le bautizaron con el nombre del padre. Era el jodido primero de la lista y siemmmm-pre-lo-se-ráaaaaaaaa, salvo para lo bueno... A los pocos años el primogénito Aaron murió en precipitarse por un barranco, para no llevar la contraria. Y nadie le siguió.
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